Blackbird es, antes que ninguna otra cosa, una historia de amor. Y como todas las buenas historias de amor Blackbird es una historia de amor imposible. Una historia de amor trágico. Una tragedia amorosa. Si uno se acerca a esta pieza desde este lugar, si uno intenta leer la historia de estos dos seres como paradigmas de algo que pudo ser y no fue, tendrá en sus manos material altamente inflamable.
Blackbird también puede ser leída, claro, de manera parcial: condenando el proceder de esos dos seres, culpándolos, reduciendo el conflicto a una sentencia moral. Pero si la lectura intenta ampliarse, si leemos sin compasión ni castigo a estos dos seres estaremos más cerca de la enorme contradicción que esta pieza nos plantea y que –gracias, Harrower- no resuelve.
Somos nosotros -lectores, espectadores- quienes debemos producir la síntesis, decidir en el silencio de nuestras conciencias lo que se nos ha presentado ante nuestros ojos.
Blackbird es una pieza para oír. Como lo eran aquellas piezas del teatro isabelino. Blackbird plantea un universo cerrado, asfixiante, desesperado, corrido, silenciado. Blackbird es una tragedia en donde quienes caen ya no son los reyes ni los héroes ni los soldados como Woyzeck (el primer –y único- soldado raso trágico de la historia del teatro) sino dos seres que parecieran fundirse en el gris de las ciudades: Una y Ray habitan un rincón de una de las tantas empresas de una de las tantas ciudades de uno de los tantos países arrasados por el capital, sus destinos reflejan en escorzo el de todos aquellos habitantes de este mundo en donde ni siquiera es posible una tragedia amorosa.
Blackbird es un grito desesperado, un intento extraordinario de un autor extraordinario para poder llevar al centro de la escena la condición humana.
Blackbird es, si tamaña cosa es aún posible, una verdadera tragedia moderna.
Alejandro Tantanian
Fotos: Ernesto Donegana